Lo primero que me llamó la atención al llegar a Costa Rica fue el acento del chofer de taxi que me llevó del aeropuerto al hotel. Nunca había oído esa erre arrastrada, suavizada, que caracteriza a los ticos.
Luego, en el trayecto al hotel, me sorprendió ver que existe un Hospital México en ese país, y enterarme con orgullo de que fue construido en parte con apoyo del gobierno mexicano. Más adelante, me asombró la extremada amabilidad de los costarricenses: incluso a los mexicanos, que somos bastante corteses y obsequiosos, nos agobia un poco el trato respetuoso en extremo, melifluo y atento hasta el límite (inmediatamente me convertí en “don” Martín). Tardé un poco en acostumbrarme –francamente no estoy acostumbrado a que me abran la puerta, como a una dama–, pero me encantó. Estoy seguro que los modales ticos son una razón importante del éxito de Costa Rica como destino turístico mundial.
De ahí en adelante, las sorpresas siguieron: descubrir que ¡había mariachis! (en esa época se apostaban a esperar clientes junto al Teatro Nacional); la lluvia, que como dice una querida amiga tica, “llueve para todos lados” simultáneamente; sus fantásticos paisajes y su inmensa riqueza natural (ese verde esmeralda que hace palidecer el verde más oscuro de las selvas mexicanas; esas flores maravillosas que en otros lados se cultivan en invernadero y se venden a precio de oro, pero que aquí crecen silvestres a la orilla de la carretera); sus magníficos servicios turísticos, a la altura del viajero más exigente; su comida, sus tradiciones, su calidez… En pocas palabras, me enamoré de Costa Rica desde el primer momento.
Pero quizá lo que más me maravilló de Costa Rica fue su civilización. El orden que impera, el acuerdo social que cumplen sus ciudadanos, obedeciendo las reglas, siendo ordenados. Civilizados. Sé que esto puede sonar increíble para un tico, pero créanme, uno como extranjero lo nota. Y se nota, por ejemplo, en lo bien informados que están en general de los asuntos del país.
En una ocasión me sorprendió muy agradablemente –y me llenó de envidia– que un taxista me informara, y me explicara con bastante detalle y sobre todo con mucho orgullo, que Costa Rica tenía su propio astronauta, que había viajado al espacio con la NASA, y que ahora encabezaba en su país un laboratorio para fabricar un motor de plasma para futuros viajes espaciales. Cuando lo oí me quedé boquiabierto: ¿cuándo un taxista mexicano –o de cualquier país, para eso– estaría tan bien informado sobre el desarrollo científico-tecnológico de su nación?
No tengo manera de medirlo, pero estoy seguro que la labor continua de la Fundación CIENTEC a lo largo de sus 30 años de existencia, y sus múltiples actividades a todo lo largo y ancho de la bella Costa Rica, son parte de la razón de que ese taxista pudiera hablarme, con conocimiento y entusiasmo, de la ciencia y tecnología de su país.
Las actividades de CIENTEC son variadas, diversas: talleres, congresos, cursos, exposiciones, conferencias, libros, cápsulas de radio… ni siquiera soy capaz de dar una lista mínimamente completa. Pero todas comparten ciertas características: son siempre útiles, productivas, positivas, enriquecedoras… y sobre todo, ¡alegres! Encarnan uno de los valores que yo considero fundamentales para quienquiera que se ocupe en difundir y promover la cultura científica de la población: el entusiasmo.
No me extraña, porque uno de los rasgos definitorios de quien ha estado a cargo de su dirección durante este tiempo, Alejandra León Castellá, es precisamente la alegría: Ale es una de las personas más alegres y vitales que conozco. Y seguramente su alegría, junto con su compromiso, inteligencia y capacidad de trabajo, aunadas a su sabiduría para saber conformar un equipo de colaboradores igual de alegres, entregados y creativos que ella, es lo que ha permitido a CIENTEC lograr todo lo que ha logrado.
En lo personal, yo he tenido la oportunidad de asistir principalmente a los Congresos Nacionales de Ciencia, Tecnología y Sociedad, a veces dando cursos, normalmente como conferencista. Pero siempre asombrándome de la riqueza del evento, del tesoro de experiencias y conocimientos que se entregan a los maestros que, ilusionados como niños, asisten cada año, y del agradecimiento que éstos expresan.
Me doy cuenta también, con algo de envidia melancólica, que sólo en un país como Costa Rica, con su territorio y población relativamente pequeñas, se pueden hacer actividades como las que hace CIENTEC y tener el importante impacto, el indudable éxito, que se tiene. En un país como el mío, con más de 120 millones de habitantes y un territorio 38 veces mayor, ninguna actividad, por masiva que sea, logra tener un impacto tan importante. Y si lo logra, no es de una forma tan íntima, cálida y cercana como lo logra CIENTEC en Costa Rica.
Conocer y participar en la actividad de CIENTEC me ha enriquecido notablemente, y me ha dado ejemplo y material para tratar de cumplir mi propia labor de divulgador científico en México. Por eso, y por los invariablemente maravillosos viajes a los que nos llevan después de nuestra participación, que me han permitido apreciar la belleza y riqueza de la nación costarricense, estoy y estaré siempre agradecido y comprometido con la Fundación, y con quienes en ella laboran. Gracias y ¡felicidades! Que los próximos 30 años sean al menos igual de productivos. ¡Pura vida!