La pérdida de la inocencia es un proceso que se repite una y otra vez en la vida de todos los humanos, de miles de formas y todos los días. El relato bíblico del fruto prohibido, la Alegoría de la Caverna de Platón, incluso las tradiciones y ritos para pasar de la niñez a la adultez, giran en torno a ese momento de cruce de una época a otra, un instante en el que dejamos atrás algo que “creíamos saber” para empezar a “entender”. Y perder la inocencia no es malo; de hecho es un impulso que desde inicios de la humanidad a nos ha movido a tratar de comprender mejor el mundo. Es un proceso que continuará hasta el final de nuestra especie. Está en nuestra esencia.
No sé si todo el mundo recuerda esos primeros años en que las personas empezamos a tener conciencia y a preguntarnos por qué pasan los fenómenos a nuestro alrededor. A mí, a muy temprana edad, me asustaban las luciérnagas (creía que eran fantasmas o algo por el estilo). También pensaba que si tomaba mucha agua me iba a inundar por dentro hasta la cabeza, como si fuera un muñeco hueco, y el líquido me iba a salir por las orejas. Como esos, tenía otra gran cantidad de pensamientos tiernos e ingenuos propios del niño que empieza a palpar su mundo. Y así mi vida comenzaba simple, tranquila y feliz.
La casa en la que me crié era muy pequeña y de una sola planta. No tenía mucho patio, pero la zona era cercana a cafetales y áreas llenas de árboles, por lo que mi papá nos llevaba a mi hermano y a mí a tener esos primeros contactos con la naturaleza: ver árboles de formas extrañas, conocer de manera directa animales como caballos, murciélagos, incluso una vez una lechuza en medio de un cañal. Dichas zonas (cercanas a San Juan y a Tres Ríos) actualmente se encuentran totalmente urbanizadas, por lo que los potreros ya son solo un buen recuerdo, pero el punto a tratar aquí, es cómo mis padres fueron también los que me impulsaron a despertar mi curiosidad natural.
Mi mamá es maestra de primaria y mi papá es trabajador de la Universidad de Costa Rica, y ambos siempre trataron de guiarnos, a mi hermano y a mí, por el camino del saber; fue mi mamá la que me enseñó a leer, con toda la paciencia de una maestra y una madre a la vez (en parte porque le preguntaba demasiado “¿qué dice aquí?” cuando veía un texto acompañado de un dibujo... supongo que fue un alivio para ella). En cuanto a mi papá, además de los viajes a bosques, siempre ha tenido una cierta excentricidad a la hora de regalar cosas, de las que puedo recordar: un matraz aforado, un diente de ballena orca, prótesis dentales hechas por él en sus tiempos estudiantiles, y más recientemente, un escarabajo hércules que él mismo preservó.
Casualmente mi primer contacto con CIENTEC fue en una de las épocas más inocentes de mi vida. Supongo que cuando se está en los primeros años y el paladar está en desarrollo, un gran reto para los padres debe ser encontrar una comida que tenga tanto valor nutritivo como un sabor agradable para un niño. Los cereales son una buena opción, y siento que ese es, precisamente, uno de los mayores aciertos de CIENTEC: el poner información en cajas de este típico alimento.
Uno de mis primeros experimentos de CIENTEC fue, si recuerdo bien, un periscopio. Las instrucciones venían en la parte trasera de una caja de cereal Jack’s. Le pedí ayuda a mis papás para conseguir los espejos y el cartón, y para unir todas las piezas. De repente, podía mirar más arriba de lo que mi estatura me permitía; encima de los estantes o de la tapia del patio. Tal vez en ese momento lo vi como un juego, pero indirectamente aprendí de reflexión y refracción de la luz.
También hice una veleta y, mientras la armaba – con un vaso plástico, pajillas y cartulina – leía la caja del cereal y descubría los diversos usos que el ser humano da a la energía eólica. Lo mismo que los textos sobre la luna y demás cuerpos celestes… Una época maravillosa, donde mi mundo (y lo que hay fuera de él) comenzaba a tomar forma. CIENTEC fue uno de esos medios que, de manera muy amena, me ayudó a perder mi inocencia y a formularme siempre preguntas, hábito que espero conservar hasta que deje de existir.
Ahora soy un hombre, y en vez de asustarme con las luciérnagas o con el ruido del viento, tengo las típicas preocupaciones de un adulto joven de esta generación. Sin embargo, no he olvidado los periscopios y las fases lunares de CIENTEC que recortaba de las cajas de cereal. Espero, por una juventud más despierta y analítica, que esta organización siga por muchos años impulsando a muchos a abrir mejor los ojos y a perder temores, a ser más curiosos, a forjar poco a poco su camino por la vida.