Creado:
14 de Marzo del 2015
Última actualización:
16 de Marzo del 2015
Sergio de Régules Funez

Publicado originalmente en la Revista ¿Cómo Ves? de la Universidad Autónoma de México, este artículo se divulga desde CIENTEC como parte de los recursos para el Año Internacional de la Luz 2015, y más allá. En este caso, es la LUZ CÓSMICA la que nos ocupa. Gracias al autor, Sergio de Régules, no solo por el emocionante relato, sino por sus presentaciones en Costa Rica ante divulgadores y educadores en San José y Puntarenas. Sigue el inicio del artículo y adjunto el artículo completo con sus imágenes, tal cual fue publicado en la revista.

Henrietta Swan Leavitt, tenaz medidora del universo

La sala de computadoras del Observatorio Harvard College, en 1893, no era lo que podría imaginarse hoy —un espacioso recinto climatizado repleto de aparatos con pantallas y botones— sino un cuarto estrecho con muebles de madera que se calentaba con chimenea o estufa de aceite cuando el frío arreciaba en Cambridge, Massachusetts. Y las “computadoras”, o “calculadoras”, no eran máquinas con cerebro electrónico, sino mujeres que el observatorio contrataba para realizar las tareas más tediosas de la astronomía.

En las ciencias lo divertido es obtener los datos: los paleontólogos viajan a países exóticos y excavan bajo el sol con poca ropa, los biólogos recorren la selva recolectando especies tropicales, los astrónomos viven de noche y escudriñan el cielo. Aunque la recolección de datos tiene su parte de talacha, no es difícil hacerse ideas románticas acerca de esta tarea. Una vez obtenidos los datos, empero, hay que organizarlos para entender qué quieren decir; ahí se acaba la diversión y empieza el tedio. Al final del horrible túnel puede haber un descubrimiento deslumbrante que abrirá nuevas vetas de investigación, pero para llegar allí hay que esmerarse… y aguantarse.

La misión de una calculadora

Las calculadoras del Observatorio Harvard se pasaban el día examinando fotografías del cielo estrellado. Éstas eran placas de vidrio de 30 por 40 centímetros, barnizadas con una emulsión sensible a la luz. La calculadora montaba las placas en un marco de madera y orientaba un espejo para iluminarlas desde atrás. El cielo nocturno se veía en negativo, con las estrellas como puntos negros sobre fondo blanco. Nadie se molestaba en pasarlas a positivo, lo cual hubiera sido caro e innecesario.

Las placas provenían del telescopio que el observatorio tenía instalado cerca de Arequipa, en el sur de Perú, y llegaban a Cambridge después de un largo viaje: bajaban las montañas a lomo de mula hasta Chosica, luego eran transportadas en tren al puerto del Callao, de donde zarpaban hacia el sur, rodeaban el Cabo de Hornos y enfilaban hacia el norte por el océano Atlántico hasta el puerto de Boston. La travesía duraba varios meses.

En la década de 1880 el Observatorio Harvard emprendió la tarea de catalogar las estrellas más brillantes por su posición, su brillo aparente y su temperatura. Edward Pickering, joven y flamante director de la institución, inició el proyecto con dinero aportado por la viuda de un astrónomo aficionado de nombre Henry Draper. Al publicarse en versión final, entre 1918 y 1924, el Catálogo Henry Draper contendría información acerca de unas 250 000
estrellas.

Las calculadoras del observatorio se dividían las tareas. Unas estudiaban el color de las estrellas, de donde deducían la composición química y la temperatura. Annie Jump Cannon, una de las calculadoras del Observatorio Harvard, inventó una manera de ordenar las estrellas por clases de color y temperatura que se sigue usando hoy en día. Otras calculadoras medían los puntos negros que representaban a las estrellas para determinar su brillo aparente. A esta tarea se integró en 1893 una joven de 25 años llamada Henrietta Swan Leavitt.

As de las variables

La mujer se recoge el escaso vuelo del vestido largo y se sienta frente al marco de madera en el que está instalada una placa fotográfica. Lleva el pelo atado en un austero chongo no sólo para que no le estorbe, sino también porque Henrietta Leavitt es modesta y de carácter discreto.

Hija de un clérigo protestante, Henrietta vivía con sus padres y sus hermanos. Los Leavitt inspiraban el respeto que se otorga a las personas rectas, mas no el pavor que inspiran los poderosos, porque no lo eran.

La familia valoraba el conocimiento y Henrietta había asistido a una de las primeras escuelas en ofrecer educación superior para mujeres en Estados Unidos. Ahí había estudiado literatura, historia, matemáticas y astronomía. Le gustaba la música, pero esa inclinación tendría que quedar soslayada. Henrietta padecía sordera progresiva.

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